Natalia Lafourcade un monólogo cancionero

La noche del 4 de mayo de 2025 fuimos testigos de un concierto único e irrepetible en el Auditorio Telmex: una especie de monólogo musical, una interpretación con tintes teatrales que logró un lazo profundo entre Natalia Lafourcade y cada uno de los asistentes.

Natalia encarnó a La Cancionera, un personaje múltiple que se transformaba con los colores: roja, negra, azul y amarilla. Cada tonalidad representaba una faceta distinta de su ser, y desde cada una de ellas interpretaba sus canciones con una intención y energía únicas, como si cada color habitara una voz diferente de su alma.

Al principio pensé: “Voy a extrañar a la banda completa.” Imaginé que el espectáculo podría quedarse corto —y creo que muchos compartimos esa duda. Sin embargo, la narrativa que Natalia tejió sobre el escenario disipó cualquier expectativa. Ella sola, con su guitarra, llenó el recinto con cánticos de México y del mundo. Su presencia fue tan poderosa que nos fundimos con ella en una sola voz.

Con temas de su nuevo álbum Cancionera —como Cariñito de Acapulco, Cancionera y El palomo y la negra— Natalia nos mostró la fuerza viva de su más reciente creación. Desde guiños a la música de cabaret hasta profundas raíces de la tradición mexicana, su voz nos atravesó el alma, recordándonos que lo íntimo también puede ser grandioso.

El público recibió estas nuevas canciones con una mezcla de asombro y entrega; se respiraba respeto, emoción y una conexión inmediata, como si cada nota ya habitara en nosotros desde antes de ser escuchada.

Con su guitarra en mano y una genialidad interpretativa que desbordaba sinceridad, Natalia nos mostró cómo puede navegar entre sones, tumbaos y coplas con una naturalidad asombrosa. Mi tierra veracruzana, La Bamba, El palomo y la negra y Hasta la raíz fueron algunos de los momentos en los que su herencia musical brilló con más fuerza.

Nos hizo sentir un profundo orgullo de ser mexicanas y mexicanos. En un instante especialmente emotivo, alguien del público le gritó: “¡Eres orgullo de México!” —y sí, lo es. Al final, todo el auditorio estaba de pie, aplaudiendo con euforia, envuelto en una mezcla de alegría, gratitud y emoción.

También hubo espacio para canciones del pasado, esas que marcaron su camino hasta el presente: En el 2000 y Amarte duele resonaron con la misma entrega y energía con la que interpreta su material más reciente.

Pero fue en la transición hacia la última cancionera donde el concierto alcanzó un pico emocional inesperado. La secuencia de Muerte y Vine solita, de su álbum De todas las flores, fue un momento de performance teatral, profundo y, sobre todo, brutalmente honesto.

A mí, en lo personal, me conmovió profundamente. Fue la parte más vulnerable del show, ese instante donde más de dos lágrimas brotaron aquí y allá, sin que nadie se atreviera a interrumpir la verdad que flotaba en el aire.

Al final, queda claro que Natalia Lafourcade no necesita de grandes arreglos para hacer vibrar un escenario. Su capacidad para acompañarse es deslumbrante: hace sonar los bajos de su guitarra con tanta intención que por momentos parecía que un contrabajo la respaldaba, y con su voz, su ritmo y su presencia, logra que en ella habiten todos los integrantes de un trío.

Hay una razón por la que ha sido merecedora de tantos premios y reconocimientos —incluidos múltiples Grammy—, pero más allá del virtuosismo, lo que verdaderamente la distingue es la humildad con la que se entrega. Natalia es una genio que no presume su genialidad, sino que la comparte, la canta y la pone al servicio del alma colectiva.

¡Grande Natalia, gracias por regalarnos la noche de anoche!